Lo obvio no siempre está presente. Carecer de algo supone darle su justo valor. En un mundo globalizado, controlado, automatizado y casi robotizado, las pequeñas cosas se van perdiendo en recónditos espacios de nuestro cerebro. Ahora, las carencias y las abundancias, las rupturas de la cadena socio laboral, nos han dado todo el tiempo del día para llegar a tal espacio, el de los recuerdos, dónde guardamos los viejos valores de la humanidad.
Hemos jugado con la salud. Hay quien tuvo la tentación de convertir tal espacio en una mercancía. “La salud no tiene precio, pero nos cuesta un precio inasumible”. Esa ha sido la reflexión del capitalismo más obsceno. Por esa perversa senda algunos llegan a negar o jerarquizar el derecho a la salud, en función de cohortes de población, según la capacidad productiva.
Además, puedo discutir en ese foro economicista, la salud que cura y cuida es: no sólo un derecho, también la contrapartida para la fiscalidad contribuyente, el ahorro de las clases populares, el espacio socio sanitario capaz de generar riqueza y nichos de empleo, que devuelven con creces cada euro público gastado.
Libertad. Una dama a la que rendir las armas del caballero, junto a la tierra y la cultura. Pero también un espacio vital sin el que no merece la pena vivir, por el que merece la pena morir. Que nadie juegue con esa dama, que nadie trate de encarcelarla aprovechando la coyuntura. La libertad es la primera de las conquistas para la humanidad. No hay nada más progresista que la libertad. Hasta podría hablar de libertades. Precisamente por los tiempos que vivimos. Más allá de la retórica o de la lírica. Y conste que por mi propia singladura, estoy entrenado a vivir sin libertad…
Estos días he vuelto a recordar los catorce años que pasé sin libertad. Era el precio para conquistar, desde la dignidad, las libertades en un país vasco dónde el concepto de libertad se había pervertido, y no ser gudari y abertzale, suponía condena a muerte. Pero lo que peor llevaba no era el miedo. Llegué a superarlo y no lo he vuelto a sentir. Lo que no logro superar es la falta de libertad.
Una de las razones, que no la única para un gallego necesitado de mar y viento, que me hicieron regresar al norte del norte, fue reencontrarme con la libertad. Esa que disfrutamos en nuestra Mariña. La que no nos pueden quitar mientras tengamos visión del horizonte marino, audición para las mareas, piel para recibir las gotas de agua en suspensión que producen las olas -rumbos- al chocar con los acantilados-salseiros- para convertirse en arenas de mica y caolín. Estos tesoros son nuestros. Contienen las tres damas que antes he citado. Y sin tales la vida carece de sentido. O simplemente, la vida es eso, pasear por un muelle, escuchar una canción, bañarse en las aguas Cantábricas, perfumarse con el yodo, hablar con nuestras gentes, en nuestro idioma, de nuestras costumbres, mientras saboreamos un vino del país, en compañía de los amigos. ¡No es mucho pedir!. Somos los más ricos, precisamente por no necesitar tanto. Pero que nadie nos quite o nos administre la libertad…