Lo que no debemos olvidar nunca es que una Madre siempre tiene presentes a sus vástagos, por muchos kilómetros que los separen de ella o aunque estén cerca; llora sus penas y ríe sus alegrías; es capaz de mecer a su prole con el brillo de sus ojos, acariciarlos con su sonrisa y mimarlos cuando están enfermos, por muy adultos que sean. Una Madre sufre todos los días, manteniendo la unidad familiar compacta, porque la vida de sus hijos sea un poco mejor, por el presente y por el futuro, escucha y entiende, aunque las diferencias generacionales hagan creer a los jóvenes que no es así. Una Madre puede estar cansada, enferma, angustiada, triste, enfadada, sufrida, …pero siempre busca conciliar con sus seres más queridos anteponiendo sus propias necesidades y deseos a los de ellos. Nadie entiende a un hijo mejor que una Madre. Lee en sus luceros y en sus gestos como en un libro abierto, aunque nadie lo crea. Sus silencios son las “palabras” más agrias y duras que una verdadera Madre puede recibir.
¿Cuántas cosas buenas se pueden decir de una Madre? Siempre nos quedaríamos demasiado cortos. ¡Cuánto calla Ella! Lo triste es que nunca nos damos cuenta de lo Grande que puede llegar a ser su corazón hasta que, por desgracia, ya no está con nosotros. Ante su falta, es cuando valoramos de verdad todo lo que llegaba a hacer en nuestro beneficio, porque nuestra existencia fuese mejor, porque no nos faltase de nada y por alegrarnos la vida.
Madres, Padres, Abuelas y Abuelos, cuidadores de retoños con amor, pasión y esfuerzo, a quienes no les valoramos nunca lo suficiente sus desvelos sin padecer “síndrome de cansancio” alguno y si lo guardan lo custodian cautelosos y en secreto para sí mismos. No hay amor más grande que el de nuestros progenitores, eso lo conocemos demasiado bien las personas que ya no los tenemos con nosotros cada día, aunque permanezcan cada minuto de nuestra existencia en un lugar privilegiado de nuestro corazón.