A alcaldesa, Emma Álvarez Chao, foi a encargada de facer a súa presentación, na que tivo palabras de agradecemento para o traballo realizado pola rexedora Fe Rodríguez Rocha: “parece que foi onte, pero xa van 24 anos dende que a daquela alcaldesa Dona Fe Rodríguez Rocha, tivo a brillante de idea de promover a faba de Lourenzá cunha festa. Hoxe grazas a aquela idea orixinal damos o pistoletazo de saída a vixésimo cuarta edición da Festa da Faba”.
A rexedora dixo que “dende o comité organizador da festa da faba, tivemos claro, que este ano el, e só el, tiña que ser o pregoeiro. Estou segura de que, despois do traballo e das horas dedicadas a estudar o Pazo de Tovar ve con vos ollos pregoar a Festa da Faba o mesmo ano en que Tovar é inaugurado”. Emma Álvarez subliñou que “o currículo de Carlos Andrés González Paz é brillante coma estudoso da historia, é historiador medievalista dobremente titulado pola Universidade de Santiago e pola Universidade de Porto, en Portugal. Na actualidade desenvolve a súa investigación no Instituto de Estudios Gallegos Padre Sarmiento, centro mixto dependente do Consejo Superior de Investigacións Científicas (CSIC) e da Xunta de Galicia”.
Pregón
A continuación Carlos Andrés González Paz leu o seguinte pregón:
Con su licencia principiaré este pregón con unos versos de Juana de Ibarbourou, cuando se cumplen treinta y cinco años de su fallecimiento, siendo un pequeño tributo a la memoria de esta escritora -hija de los hijos de Vilanova de Lourenzá- en su efeméride:
Patria de mi padre, luminosa y grande,
¡Qué profundamente te quiero también!
Me crié soñando con tu maravilla,
No quiero morirme sin verte una vez.
Cuando a ti yo llegue, has de conocerme
Por el gozo trémulo, por la palidez,
Por la emoción honda de risa y de llanto,
Por el verso puro que te llevaré.
Sin embargo, las letras de esta tarde no comenzarán cronológicamente en el siglo XIX, sino que viajaremos atrás en el tiempo, mucho, mucho más atrás, hasta los orígenes documentados de esta tierra laurentina.
El 17 de junio del año 969 -es decir, hace la friolera cantidad de mil cuarenta y cinco años- el conde Osorio Gutiérrez -cuñado del rey Ramiro II, y tío materno del rey Ordoño III- llevaba a cabo un acto jurídico transcendental en la historia de las tierras de Lourenzá: la dotación testamentaria del monasterio de San Salvador, que había fundado años atrás en el lugar de Vilanova.
Un síntoma de su estatus social era su patrimonio o, si lo prefieren, su patrimonio se encontraba entre las causas de su estatus social. En cualquier caso, fuese antes la gallina o el huevo, entre la hacienda que el “conde-santo” de Lourenzá entregaba a la comunidad monástica se mencionan diez mulos y caballos, ochenta yeguas con dos garañones, ciento cincuenta vacas con tres toros, mil ovejas, quinientos cerdos, trescientos patos y ciento cincuenta yugadas de bueyes. ¡Vaya explotación agrícola! Si fuese hoy, menudas ayudas directas de la PAC iba a recibir…
Bromas aparte, esa referencia a la cabaña ganadera del conde Osorio Gutiérrez me sirve como disculpa y, al mismo tiempo, como base para observar el ecosistema histórico de Lourenzá desde una perspectiva económica. Es decir, mirar con los ojos de la historia sus buenas tierras y sus mejores gentes, o sus buenas gentes y sus mejores tierras, pues ambas afirmaciones resultan claramente correctas.
“Aprendéronme, sendo aínda neno, que esas terras apertábanse contra as abas da Cornería, A Cadeira, Serra de Lourenzá, o Padornelo. Que a súa extensión atinxía ata as veciñanzas do Cantábrico”. Non é verba de meu, senón do ilustre intelectual galeguista Francisco Fernández del Riego, fillo predilecto de Lourenzá; activista da nosa cultura e das nosas letras, que agardemos sexa lembrado, como se merece e lle corresponde, pola Real Academia Galega no ano 2020.
Pues bien, aunque la vivencia diaria del paisaje en el lento o rápido transcurrir de nuestros tiempos nos incline a creer en su aparente inmutabilidad, nuestros montes, nuestros agros, nuestras “veigas” y nuestras “leiras” no son aquellas que fueron, ni seguramente aquellas que serán. Y, como la memoria de los hombres es breve y caduca -o cuando menos eso aseguraba el autor clásico-, debemos interrogar a los testigos de la historia, a los documentos, primera y principal herramienta del historiador, para desvelar sus más ocultos secretos.
Y el conjunto de respuestas que nos ofrecen, reunidas y elaboradas, componen un tejido con dibujos y figuras, una imagen que voy a tratar de acercarles en este tiempo de San Miguel. Por cierto, un santo vinculado en nuestras tierras con el pago de las rentas a los señores pero, sobre todo, con los periodos agrarios, más concretamente con la vendimia. Sí, escucharon bien, con la vendimia, pues hasta el siglo XIX en la villa de Lourenzá y en el valle, o en el Val de Lourenzá y en la villa (escojan ustedes), “producíase viño da uva abondosa”, como señalaba Fernández del Riego en el año 2004.
Según la tradición más extendida, la penetración del cultivo de la vid en las tierras de Lourenzá se debería a la acción de los eclesiásticos, sobre todo de los monjes, que necesitaban de un suministro constante de vino, materia indispensable en la celebración litúrgica, donde acontece de forma misteriosa su transubstanciación en la sangre de Cristo. Con todo, del ámbito de lo sagrado pasó rápidamente al campo de lo profano, y el vino se convirtió en un elemento imprescindible de la dieta medieval, eso sí, al lado de la sidra, bebida esta última con especial devoción en estas coordenadas, explicación de la enorme cantidad de referencias a manzanos en esta zona.
En las primeras centurias sería una producción eminentemente local, centrada en el consumo interno de las comunidades de la villa y del valle, pero desde el siglo XII se suceden una serie de acontecimientos naturales y humanos que transforman radicalmente el panorama. El clima cambia, se vuelve más cálido, siendo especialmente significativa esa mutación en las áreas interiores de los grandes valles fluviales mariñanos, incluido el Val de Lourenzá, donde se desarrollan verdaderos microclimas, especialmente aptos para la viticultura.
Asimismo, finalizadas tiempo atrás las acometidas normandas, en la primera mitad del siglo XII desaparecieron las campañas de los piratas musulmanes que, de cuando vez, prácticamente cada verano en los momentos más intensos, saqueaban nuestras costas. Es más, esos ataques sarracenos fueron esgrimidos por los obispos mindonienses ante la reina Urraca de Castilla cuando le solicitaron el traslado de la sede episcopal al interior, abandonando San Martiño de Mondoñedo y la magnífica catedral románica, aún en construcción.
Ese acontecimiento histórico, ese final de las razias musulmanas, ocasionó que el Mar Cantábrico pasase de ser una amenaza a transformarse en una gran oportunidad económica, siendo precisamente en este momento cuando comienzan a establecerse villas costeras como Ribadeo o Viveiro a la sombra del comercio. Desde un momento temprano en sus respectivas intrahistorias, sus puertos se convirtieron en el punto de salida de nuestros caldos, que alcanzaban los principales mercados de la fachada atlántica del viejo continente europeo.
A partir de entonces, el vino se convirtió en un negocio floreciente, pues poseía un alto valor añadido. Tanto es así que, en muchas tierras antes destinadas al cultivo del esencial cereal panificable (trigo, mijo, centeno, cebada o avena), se plantaron vides, pues con la venta del vino no solo se ganaba lo suficiente para la compra de los cereales, sino que se conseguía un superávit. Es más, comenzaron a decretarse medidas contra la especulación, pues había agricultores que guardaban parte de la producción, que únicamente sacaban a la venta en los meses inmediatamente previos a la siguiente cosecha -es decir, cuando el vino del año anterior escaseaba-, multiplicando de esta forma sus beneficios.
Y entonces, como ocurre ahora, la economía mandaba, y en el paisaje agrario de Lourenzá -antes prácticamente monocromático, del color del cereal-, empezaron a multiplicarse los viñedos que rodeaban, incluso, ambas vertientes de la simbólica Ponte de Pedra, compartiendo espacio con un molino y con una herrería pertenecientes al monasterio de San Salvador y, por supuesto, con el “camino franzés”.
No conviene olvidarse que Vilanova de Lourenzá era, y es, un hito en la ruta norteña de peregrinación a Santiago de Compostela, y a San Salvador de Oviedo. En su hospital -diferente a la enfermería y hospedería monásticas- los romeros buscaban refugio y hallaban asistencia; hospital del cual, por cierto, en 1753 se indicaba que: “en esta Villa hai un Hospital con la adbocación de Santiago para dar posada á los Peregrinos”.
Y, al mismo tiempo, comenzaron a florecer elementos propios de la infraestructura y logística necesarias para la transformación de la uva y la conservación del vino, como aquel “lagar para hacer el vino” existente en San Tomé en 1390; como aquel “lagar” de Cima de Vila, igualmente en San Tomé, aforado en 1419; como la “bodega y lagar viejo” que languidecían en la torre de Canedo en 1517; como el “lagar” del “paçio vello” de A Veiga, en San Adriano, en 1529; o como las doce bodegas que, de acuerdo con las respuestas generales del Catastro de Ensenada, había solo en el “Coto de Canedo” en 1753.
De la importancia local de la producción vitivinícola serían testimonio las diferentes ordenanzas municipales que, desde el siglo XVI, regulan el sistema de abastecimientos y precios. Así, en 1556, en el regimiento de Mondoñedo “el vino de Noys, Villarmea e de Villajuane e Bibero” se vendía -como máximo- a cuatro maravedíes, mientras que el precio del vino “de San Martiño e del Valle de Oro e de Lorenzana e de otras partes desde el lugar de San Martyño para acá” era ligeramente más barato, abonándose a tres maravedíes.
Con todo, desde el último cuarto del siglo XVII comienza la involución de aquel proceso iniciado en los siglos centrales de la Edad Media, detectándose las primeras referencias documentales a descepes en la feligresía de Santa María de Lourenzá, es decir, se empezaron a arrancar las vides y a transformar en labradío tierras anteriormente de viñedo.
El empeoramiento de la climatología -se había instalado la “Pequeña Edad de Hielo”- y la ausencia de cuidados en las viñas -ya viejas en muchos lugares- ocasionaron el descenso de su rentabilidad productiva y económica. Sin embargo, fue un proceso largo, y en 1787 en el Val de Lourenzá se producían aún 3.960 arrobas de vino, que se sumaban a las 966 de Vilanova de Lourenzá, en cuya parroquia se contabilizaron, en 1818, 78 ferrados de viñedo con 1.972 pies de parra.
Finalmente, el canto de cisne del vino mariñano llegó con la plaga de oídio -que es una enfermedad producida por un hongo- que atacó el viñedo en 1852, constituyéndose en el golpe de gracia a un cultivo que había generado una enorme riqueza, mas que llevaba prácticamente doscientos años en retroceso.
Quizás se estén preguntando cómo sería el vino producido en la Mariña lucense. Si una buena jarra de vino tinto o blanco de Lourenzá o del Val de Lourenzá podría ser un buen acompañante para un buen plato de sus famosas “fabas”. Pues, si hacemos caso a la documentación de la primera mitad del siglo XVIII, su calidad no debía ser muy alta. En ese sentido, en el año 1738 llega a señalarse que el “vino que incluie estta provincia son Vivero, Valle de Oro y Valle de Lorenzana que el que produzen es de inferior calidad y apenas sirve sino para jentte de travajo”. Es más, se decretaron medidas que obligaban a terminar la cosecha local de “vino flojo” (así llamado en algunas fuentes), imponiéndose la prohibición de la importación de vinos de fuera, deseados a causa del “vicio de las xentes”.
Alcanzado este momento, donde comienza el principio del fin de este pregón, me podrán replicar ustedes muy acertadamente: Vale, y de la “faba de Lourenzá” ¿qué? Y yo, en este punto crítico, me sentiré obligado a confesar, aún a riesgo de escandalizar a un sector del auditorio, un tórrido secreto: la relación que mantengo con las “fabas de Lourenzá” es sentimental e íntima, al mismo tiempo que sensual, carnal, incluso pecaminosa.
É sentimental porque, cando navego polos ronseis da memoria, recordo a meus pais traballando arreo nas fabas, sementándoas con esperanza xunto ao millo, que lles serviría de alicerce; a colleita dos bagullos, que secaban ao sol ata transformase en axóuxeres; o mallado; as neboentas, chuviosas ou xeadas mañás dos domingos camiño da feira de Vilanova, á caza e captura do mellor prezo,… Unha lembranza de meu, persoal e íntima, que sen embargo, seguramente sexa nosa, pois supoño que será compartida con moitos de vostedes.
Al mismo tiempo es sensual, pues la materialidad carnosa, satinada, tersa, jugosa y extremadamente tierna de las “fabas de Lourenzá” -como si se tratasen de la manzana que perdió al pobre padre Adán y, a nosotros, menuda faena, nos condenó a vivir del sudor de nuestras frentes- turbará su razón, que se perderá entre los dulces arrullos de los sentidos, de la vista, del olfato, del gusto,… siendo este solo pensamiento, seguro, pecado de gula.
Pero no se preocupen si durante estos días de exaltación y celebración de las “fabas de Lourenzá” se dejan caer en la tentación, es más, déjense caer en la tentación, porque seguro que nuestro abogado defensor -el “conde-santo” Osorio Gutiérrez- intercederá en nuestro nombre para lograr la divina absolución, sin mayor grado de expiación.
Estas jornadas festivas, y antes y después, disfruten, gocen, arrebátense, embriáguense de las excelencias culinarias de las “fabas de Lourenzá” pero, del mismo modo -es decir, con gran intensidad-, adquieran “fabas de Lourenzá”, regalen “fabas de Lourenzá”, pregonen a los cuatro vientos las muchas bondades de las “fabas de Lourenzá”. Pues en cada una de ellas, en su núcleo más secreto e íntimo, se concentra una dosis del ser de sus gentes, de su historia, de sus sueños, de sus esfuerzos, de su trabajo y de sus días, de su pasado, presente y futuro, de su generosidad, de su desprendimiento, de su razón y de su enorme, enorme corazón.